Gustavo 4
Samaritano
Mi amigo López se había sentido repentinamente indispuesto. Sus profundas ojeras denotaban algo peor de lo que él quería hacerme creer. Le llevé al Hospital Clínico, al servicio de urgencias. No pasamos del médico de puerta, nos echaron enseguida. Decían que los mareos no eran un síntoma grave, que seguramente lo que le hacía falta era tomarse unas cuantas copas más.
“Gracias”, dijo él. “Lo ves, ya te decía yo que no era nada”.
No era nada, no era nada. Lo peor vino al día siguiente. Se empeñaba en que no sabía quién era. Se le había hinchado la cara y el tío insistía en no acordarse de su nombre, y venga preguntarme que hacía yo en su casa. Con el trabajo que me había costado llevarle a la mía. Menudo hijo de puta estaba hecho el tío. Con mi mejor pijama puesto y encima quería echarme. ¡De mi propia casa!. Iba a tener que matarle para sacarle de allí.
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