El viaje interior
Una vez más estaba de viaje. Lo había vuelto a hacer. Sin consultar a nadie. Hacia dónde iba nadie lo sabía, excepto él y tengo mis dudas, pero estaba claro que se había puesto en marcha de nuevo, y sus propósitos eran de mejora. Gustavo siempre evolucionaba en sus viajes hacia un estadio superior. Como mínimo eso era lo que su mente anhelaba cuando se ponía en marcha y emprendía un nuevo camino, cuando la necesidad lo empujaba y ya no se podía estar quieto en el lugar en el que se hallaba, cuando el pellejo en el que estaba metido se le había quedado pequeño; así es que no tenía más remedio que salir a buscar uno mayor. Y en eso estaba. Cómo hacerlo o que dirección tomar nunca era seguro, y tampoco creo que importase demasiado, de manera que se limitaba a moverse en todas las direcciones que su cerebro le señalaba, y en ocasiones también seguía las indicaciones de su cuerpo. A veces, incluso se quedaba quieto, probablemente era de lo que se trataba, y escuchaba el movimiento de las cosas y el sonido que producían. Eran esos escasos momentos en los que vislumbraba el umbral de lo desconocido, de lo que todavía estaba por llegar; ya había estado allí muchas veces, pero el Aleph personal no se podía observar más allá de unos segundos, so pena de quedarse allí para siempre -ahí residía el peligro- y en esos breves instantes no era fácil encontrar respuestas. Quizá duraba tan poco por eso, para que no las hallaras. En ese relámpago tan efímero nunca sabías que iba a pasar, daba la sensación de que te ibas a morir, dado que la placidez era tal que esa era la sensación más próxima, es difícil saberlo pues para eso habría que morirse previamente y entonces no podríamos regresar para contarlo, pero así y todo, debía ser algo parecido. Claro que la impresión era rápida y no estabas a punto de pasar a mejor vida, más si hubieras de morir, esa no sería una mala manera de hacerlo.
El proyecto estaba en marcha, y tendría sus consecuencias, no cabe la menor duda. Cuáles serían, lo veríamos en breve, algunos efectos ya se dejaban entrever. Aunque Gustavo hacía esfuerzos por controlar los efectos colaterales, las relaciones con su entorno eran más claras y diáfanas. Su proverbial sinceridad y su franqueza eran más exacerbadas de lo común, y aunque nunca se había caracterizado por su hipocresía, en este momento era tan directo que, a veces, asustaba. Debería desarrollar la paciencia, arte en el que no era muy ducho, ya que siempre había sido un ser más compulsivo que elucubrador, y era más dado a la reacción que a la acción propiamente dicha. Estaba claro que para no perder lucidez, tampoco se podía permitir el lujo de derrochar su tiempo, estas transformaciones nunca son controlables al cien por cien, y eso limitaba el campo de acción, el tiempo y el espacio. Así que habría que tener cuidado. No por miedo a fracasar, algo que nunca sucede cuando la evolución es interna, sino para no perder más tiempo del necesario en cada uno de los movimientos, siempre hay muchas distracciones, de todo tipo. Todo interactúa, no estamos sólos en este mundo. Más adelante habría tiempo de sobra para reflexionar. Realmente, durante el proceso es prácticamente imposible desacelerar, si tu ritmo es superior al de los demás es por algo, no debes alterarlo ni detenerlo sólo por hacerlo comprensible a los demás. Al fin y al cabo la metamorfosis es personal y los otros sólo deben ver el resultado final. Y Gustavo siempre lo muestra. Pero el proceso puede ser tortuoso, complejo e incomprensible a ojos extraños, y si se muestra, nunca es en su totalidad, lo que puede hacer dudar a la gente de alrededor de la cordura de nuestro amigo, pero eso también es parte del mismo juego. La gente mira sorprendida sin ver, oyen sin escuchar y se mueven sin avanzar. No todos ni siempre, pero sí una gran mayoría. No es ni preciso ni necesario explicarles el proceso, es más, probablemente fuera contraproducente, y les iba a costar entenderlo. Me costaba trabajo a mí, imagínate a ellos, que ni lo vivían ni lo padecían. Era yo el que se levantaba cada día y se miraba al espejo. Era yo el que iba a trabajar y volvía a mi casa después, todo el deterioro o el beneficio producido a lo largo de la jornada era sólo mío, pero el roce provocaba pequeñas ondas que se transmitían a los demás, a todos los que se hallaban alrededor de lo que acontecía a Gustavo. Era difícil no verse arrollado por su ímpetu, incluso cuando él no deseaba hacer partícipe al resto, cuando no deseaba involucrarlos más allá de lo prudente en su historia personal.
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